¿Y si el ser humano no fuera este ser sediento de libertad que se nos representa tan a menudo, sino alguien a quien el poder subyuga hasta someterle voluntariamente? Es la hipótesis impertinente que poseía ya La Boétie en el siglo XVI.

 

Si La Boétie se hubiera expresado en lenguaje actual, habría exclamado probablemente: ¿pero sois masoquistas o qué? En El discurso de la servidumbre voluntaria, escrito en el siglo XVI, constata con estupefacción que millones de hombres viven bajo el yugo de una tiranía feroz y se complacen de esta situación de dominación generalizada. Se trata de un verdadero enigma. ¿cómo puede ser que el hombre, que nació libre, se encuentre sujeto y se doblegue por sí mismo al dominio de un poder desigual?

Según el amigo Montaigne, el origen de la tiranía no reside en la cobardía o en las creencias del pueblo, que podría optar por no someterse a un régimen represivo permanente. Se trata de servidumbre voluntaria de los hombres, algo que permite explicar su opresión. Extraña paradoja: el estado de esclavitud no es impuesto, sino querido por los mismos que la conoce. En este caso, los hombres desean ser maltratados y expropiados por el tirano, y esta es la única disposición que sirve de fundamento al poder político. El poder no puede desplegarse con toda su violencia sino en la medida en la que los individuos tienen la voluntad constante de tender el palo para que les apaleen.

La hipótesis de la Boétie deja por tanto entrever que el poder, aquí conocido bajo la forma extrema de tiranía, es el obscuro objeto del deseo de los mismos dominados. El resorte de un fenómeno como este debe buscarse en el campo de las creencias y de las representaciones del que el poder es depositario. Los hombres se sienten como “encantados” y “deslumbrados” ante el tirano, y la servidumbre voluntaria no puede sustraerse a tal fascinación. Es la imagen de una autoridad omnipotente, y que se aplica al conjunto de los cuerpos políticos, que capta y seduce a los gobernados a su voluntad.

El proceso psicológico de la obra releva el de la identificación. Los hombres se identifican con el tirano y creen encarnar el poder por medio de esta proyección imaginaria. Así es como el fantasma de querer ser uno con el que ejerce la dominación explica la tendencia a someterse voluntariamente a un orden marcado por la opresión continua. Este fantasma debe ser salvajemente retenido por el tirano, con la permanencia social de su popularidad y su capacidad para subyugar las masas. El poder tratará de mantener su influencia sobre el pueblo haciéndole todavía más masoquista.

El concepto de servidumbre voluntaria sitúa, en consecuencia, el análisis del poder, no junto a las eventuales pulsiones sádicas de los que lo poseen, sino junto a la obediencia ciega de los que a él se doblegan. Una obediencia que parece interiorizada y anclada profundamente en la psique de los individuos. Por lo tanto, no es sorprendente que el psicoanálisis se haya aprovechado del problema estudiando los mecanismos inconscientes de la dominación.

En su artículo de 1921 titulado Psicología de las masas y análisis del yo, S. Freud toma el ejemplo de las formaciones colectivas como la Iglesia o la armada. Estamos en presencia de las masas humanas ávidas de autoridad y que tienen sed de sumisión. Esta aspiración se concentra en la figura tutelar del dirigente, sea del predicador, sea del comandante jefe. Este líder carismático es un sustituto simbólico del padre y ejerce un ideal del “yo”, es decir, un modelo al que cada individuo desea adaptarse. La lógica de la identificación funciona así: Los hombres se proyectan en la persona que tiene poder y están dispuesta a seguirla cueste lo que cueste. Como abandonan su narcisismo y confieren su afecto a un mismo ser percibido como extraordinario, los miembros de las masas se identifican los unos con los otros, lo que crea una comunidad unida. La cohesión de las masas estudiadas por Freud se basa in fine en los vínculos de naturaleza libidinal: los individuos que la forman aman a su jefe y viven en la ilusión que este les ama de igual forma.
Los medios como la manipulación ideológica y la propaganda permiten reforzar estas ataduras emocionales y confortar tal convicción favoreciendo el culto de la personalidad. El deseo de los dominados, proyectado a su necesidad de identificación, es la base de la autoridad. En definitiva, se trata de una servidumbre voluntaria, revisada y corregida a la luz del inconsciente.
Pero siguiendo esta corriente, ¿no estamos obligados a adoptar una visión puramente ajena al poder? Según La Boétie, los hombres están fascinados por el tirano; según Freud, las masas están hipnotizadas por el líder. Se oculta una dimensión esencial, con gran perjuicio de sus autores: la de la liberta y la autonomía de los seres enfrentados al poder. Ahora es posible considerar otra aproximación en la que éste no se base en una sumisión de tipo psicológico, sino en un consentimiento ilustrado de los individuos que lo experimentan. Volvamos a la filosofía política.
Toda una tradición ha intentado conciliar libertad y poder, demostrando que este último nace de un contrato o de un pacto social, lo que supone una elección reflexionada por parte de los hombres que lo firman. El filósofo inglés J. Locke es un personaje emblemático en esta tradición: en el Tratado sobre el gobierno civil (1690), defiende la tesis según la cual son los individuos mismos los que deciden por convención fundar la sociedad civil y el poder político que es su corolario. El Estado es creado para arbitrar de forma imparcial los conflictos y garantizar las libertades fundamentales, en primer lugar la de la propiedad y la seguridad.
Esta es la primera misión que le han confiado los hombres que aceptan obedecer las supuestas leyes para proteger sus derechos inalienables. La sumisión ya no está de moda, en el sentido de que el poder no se mantiene si no hay consenso activo del pueblo. Del mismo modo, no hay ningún deseo enigmático de ser dominado, sino una adhesión racional a los imperativos de la vida en común y una relación de confianza con sus instituciones. Y J. Locke prosigue en sus últimas defensas de esta concepción: Si el poder político degenera en absolutismo o en tiranía, si usa sus prerrogativas de forma arbitraria en lugar de defender las libertades de los individuos, entonces estos últimos ya no están obligados a obedecer. El pueblo posee un derecho a la resistencia desde el momento en el que se rompe el pacto originario, y eso por los hombres en el poder. No se trata tanto de justificar la violenta rebelión, cuanto en hacer un llamamiento solemne. Si los hombres se encuentran en una situación de opresión manifiesta, no deben resignarse a la servidumbre; es necesario que se pongan manos a la obra para derrotar al régimen que se volvió ilegítimo y establecer las bases de un nuevo gobierno.

Sin duda alguna, Locke no detalla las modalidades de la insurrección popular, pero el principio que sostiene su propósito está claro: Sólo la voluntad de ser libre permite erigirse contra la dominación política injustificada y las formas de pasividad que es susceptible de ocasionar. La Boétie no difiere en mucho de esta posición. La desaparición de la esclavitud no es consecuencia de un tirano sangriento, sino del desarrollo del rechazo a servir. La afirmación de un verdadero deseo de la libertad emana del pueblo que definitivamente pondrá punto y final a la era de la servidumbre voluntaria. Un coloso tan grande con los pies de arcilla, como es el tirano, se hundirá desde el momento en el que los hombres dejen de someterse a su figura y creer en su poder supremo.

Aquí el pode se tropieza con las resistencias, que son la expresión de autonomía de los gobernados. Una autonomía que acaba en los casos de la fascinación hacia la autoridad, pero que tiene que suponerse y ejercerse para que los individuos reconozcan la legitimidad del poder y que no se inclinen mecánicamente ante él. El postulado de la libertad y la idea según la cual la existencia misma del poder implica la posibilidad de estas resistencias se encuentran en el análisis de un pensador bastante más cercano a nosotros: M Foucault. La verdad es que este pensador reflexiona sobre la cuestión del poder con una óptica específica: el poder se interesa prioritariamente a la fuerza política, o sea a las instituciones públicas y a las reglas jurídicas por las que el Estado organiza la vida de los ciudadanos.

De forma general, el poder no debe ser concebido como el conjunto de mecanismos que permiten a los gobernadores asegurar su dominio sobre los gobernados. Según Foucault, el poder define esencialmente un tipo de relación entre los individuos; se refiere a un proceso concreto al final del cual algunos hombres determinan la conducta de otros. Ahora bien, una concepción así plantea la problemática de las relaciones de fuerza que se instauran con el poder. Y en un artículo de 1982 bautizado Dos ensayos sobre el sujeto y el poder, Foucault rechaza de forma explícita considerar estas relaciones bajo el punto de vista de la servidumbre voluntaria. El deseo de ser esclavo y el amor del patrón son dos hipótesis misteriosas que enmascaran el funcionamiento real del poder: este es ejercido sobre los sujetos libres, sobre los individuos o grupos que pueden siempre adoptar unas estrategias de lucha, de rechazo o de indiferencia hacia las acciones que les son prescritas. La insumisión de la libertad y varias resistencias con las que se manifiestan, constituyen el requisito de todas las relaciones de poder. No consta una oposición binaria entre la libertad y el poder, sino una relación dinámica marcada por las permanentes incitaciones y provocaciones, estos análisis han sido relevados de forma concreta por la sociología de las organizaciones.

Así, lo que se puede deducir de La Boétie o de Foucault, es que los hombres no están nunca totalmente desvalidos frente al poder, a diferencia de la violencia pura que impone una coacción física, este se basa en unas creencias y unas formas de reconocimiento que pueden verse alteradas en cualquier momento. Nos lleva a actuar de una forma determinada o que nos hipnotiza, y el poder parece precario desde el momento en el que la libertad recupera sus derechos. Al final quizás no estamos obligados a ser unos masoquistas frente al poder.

(Martin Duru. Las grandes preguntas de la Filosofía. Ediciones Globus. Filosofía Hoy. Madrid.)